¿Qué es la radiactividad?
Como todos sabemos, la materia está formada por átomos. Algunos de estos átomos son estables y otros son inestables. Los inestables son aquellos que espontáneamente emiten partículas. En lenguaje científico se dice que los átomos se desintegran o que las sustancias que emiten estas partículas son radiactivas.
De hecho, hay diferentes tipos de partículas según el tipo de átomo inestable del que se trate y, además, las partículas pueden salir a velocidades distintas, es decir, tener distinta energía. Pero todas las partículas radiactivas son pequeñísimas, invisibles hasta para el microscopio, van a mucha velocidad (miles de kilómetros por segundo) y se emiten en todas direcciones. Pero no salen todas a la vez. Cuando una sustancia tiene un cierto número de átomos inestables, éstos se van desintegrando (emitiendo radiación) poco a poco. En realidad, cada tipo de átomo se desintegra a una velocidad distinta: para algunos de ellos bastan unos pocos segundos para que no quede prácticamente ningún átomo inestable sin desintegrar, mientras que otros tardan millones o miles de millones de años.
Efectos de la radiactividad
El efecto de la radiactividad cuando choca contra algo podemos entenderlo si lo comparamos con el efecto de las balas. Hay balas de diferentes tipos y tamaños, con diferentes efectos: una bala de perdigones hace poco daño y es fácil protegerse de ella poniendo algún tipo de escudo (hay partículas, como los rayos alfa, que pueden detenerse con una hoja de papel). Hay balas más dañinas que necesitan un escudo más gordo (partículas que necesitan varios milímetros de agua, como los rayos beta, o unos centímetros de plomo como los rayos gamma o los rayos X), y existen balas de cañón que causan un gran destrozo y hay que meterse en un búnker para protegerse (partículas, como los neutrones, que pueden atravesar más de un metro de hormigón).
Sin embargo, la analogía con las balas no es exacta: si bien hay partículas (los rayos beta) que al igual que las balas “dejan un agujero” (hace daño por dónde pasan) y al final “explotan” (hacen más daño), hay partículas que entran como “balas fantasma”. Estas partículas (los rayos gamma) pueden atravesar un material sin dejar rastro y cuando hacen daño producen pequeñas “explosiones” separadas unas de otras sin dejar entre ellas ninguna señal.
Y otra diferencia importante con las balas es que al ser partículas muy pequeñas se comportan según las leyes de la Mecánica Cuántica. No necesitamos entender de Mecánica Cuántica para entender la radiactividad, lo importante es saber que el comportamiento cuántico es aleatorio. Es decir, cuando dos balas iguales chocan contra el mismo material producen el mismo daño, sin embargo, dos partículas iguales lanzadas sobre el mismo material producen efectos distintos: una puede penetrar un milímetro y la otra cinco. Pero eso no quiere decir que no podamos conocer el efecto de la radiactividad. Aunque no sepamos qué efecto va a tener cada partícula, cuando lanzamos muchas sí que podemos saber con gran precisión cuántas de ellas van a penetrar un milímetro, dos, tres o los que estimemos (es como cuando tiramos una moneda, no sabemos si va a salir cara o cruz, pero si tiramos miles sabemos que la mitad van a ser cara y la mitad cruz). Este efecto es importante para entender cómo un blindaje frena la radiación: no nos servirá de nada un solo blindaje para parar toda la radiación. Sin embargo, cuánto más blindaje, más protección, como explicamos más abajo.
Efectos sobre el cuerpo humano
Si bien las partículas radiactivas son pequeñísimas, también las células humanas o las moléculas de ADN son muy pequeñas, de modo que una partícula que choca contra ellas puede tener un efecto considerable. En realidad las partículas son millones de veces más pequeñas que una molécula de ADN, así que una sola partícula no suele hacer mucho daño y los propios mecanismos de reparación de la célula pueden arreglarlo.
Cuando hablamos de radiactividad lo habitual es que nos refiramos a rayos que contienen millones o miles de millones de partículas (100 mCi son 3,7 GBq, es decir 3,7 mil millones de partículas por segundo), de modo que pueden llegar muchas partículas a la vez a una misma célula y ésta no es capaz de repararse y se muere. También pueden producir muchas roturas en la molécula de ADN y, al repararse estas rupturas, pueden ocasionarse mutaciones que provocan que se aparezcan proteínas que no deberían producirse; esto puede alterar el ciclo normal de muerte celular y producir que la proliferación de células no sea controlada por el organismo, provocando tumores y hasta cáncer.
La radiactividad está en todas partes
Si bien es cierto que la radiactividad puede ser peligrosa y sus efectos no deben tomarse a la ligera, también lo es que hay demasiado miedo en la sociedad con respecto a ella, muchas veces potenciado por el interés de los medios de comunicación en crear noticias sensacionalistas.
La radiactividad no es nada nuevo. Existe desde el origen del universo y está en todas partes: en el aire que se respira, en los alimentos que se ingieren e incluso el cuerpo es radiactivo. Mientras estás leyendo esto tu cuerpo está emitiendo radiactividad en todas direcciones, miles de partículas cada segundo, y te están llegando miles de partículas: del ordenador o la hoja de papel, del aire, de las paredes, el granito… En España una persona viene a recibir una radiactividad anual de 2 a 3 mSv (milisieverts).
Y así ha ocurrido siempre. Casi todos habremos oído hablar de la “prueba del carbono 14″, que se usa para saber hace cuantos millones de años murió un animal. El principio de esta prueba es que todos los seres vivos están compuestos por carbono y parte de este carbono (el llamado carbono 14) es radiactivo. Por lo tanto, al ingerir cualquier alimento estamos ingiriendo radiactividad. Si un animal muere deja de comer carbono 14 y el que le queda se va desintegrando, de modo que cada vez tiene menos. Como sabemos cuánto carbono radiactivo hay en los seres vivos, y sabemos a qué velocidad se desintegra, si medimos cuánta radiactividad tiene un fósil podemos saber cuándo dejó de comer.
En la figura siguiente puede verse las principales fuentes de radiación a las que estamos sometidas diariamente:
La cantidad de radiación que recibimos suele medirse en milisieverts (mSv), y, en algunos países, como Estados Unidos, las dosis de radiación se cuantifican en unidades llamadas rem. Un sievert es igual a 100 rem. En España lo habitual es recibir entre 2 y 3 mSv (2000-3000 μSv) al año. No se empieza a considerar que existe riesgo hasta que no se supera los 100 mSv anuales. Para tener elementos de referencia, un rayo X del pecho produce 0.04 mSv, una mamografía 0.3 mSv y la radiación natural en el cuerpo humano 0.4 mSv por año y la radiación cósmica al nivel del mar 0.24 mSv por año.
En la siguiente figura se muestran los mSv que recibimos con diferentes actividades y cuáles son los efectos de recibir dosis muy grandes.
Cómo protegernos de la radiación
La metáfora de las balas nos sirve también para explicar cómo protegernos de la radiactividad: ponemos un escudo y la radiactividad se detiene. Pero recordemos que hay muchos tipos de radiactividad, luego no hay un escudo perfecto que sirva para todas: para algunos tipos basta una hoja de papel y para otros necesitamos un grueso escudo de plomo, hormigón o algún material pesado. Y no nos podemos olvidar de la naturaleza cuántica aleatoria de la radiactividad: no todas las partículas radiactivas se comportan igual. Si disparamos con una pistola y nos ponemos detrás de una gruesa pared sabemos que ninguna bala llegará nunca a atravesarla (mientras no se destruya la pared…), pero para la radiactividad lo que ocurriría es que algunas partículas se detendrían en la pared y otras (aunque son iguales a que las que se detienen) la atravesarían. Lo que ocurre es que cuanta más gruesa sea la pared, más partículas se detienen. Y este efecto tiene un comportamiento exponencial: si una pared de 1 centímetro sólo deja pasar una de cada 10 partículas, una de 2 centímetros sólo dejará pasar 1 de cada 100, una de 3 centímetros solo 1 de cada 1000, etc. Es decir, que sí que es posible protegerse de la radiación con un escudo: si en el caso anterior pusiéramos una pared de 10 centímetros, no llegaría prácticamente ninguna partícula (muchas menos de las que nuestro propio cuerpo le lanza a la pared…).
Otra estrategia para protegerse de la radiación es separarse de ella. Ya decíamos que la radiación se emite en todas direcciones; eso quiere decir que la cantidad de radiación disminuye cuadráticamente: si estamos a 10 centímetros de una fuente radiactiva nos llega 4 veces más que a 20 centímetros, y 100 veces más que si estamos a 100 centímetros.
La radiactividad es acumulativa. Esto quiere decir que para protegernos de la radiactividad lo mejor es que estemos el menor tiempo posible cerca de donde hay mucha radiación.
Y otra última estrategia para protegerse es dejar que la fuente radiactiva se desintegre. Recordemos que poco a poco todas las fuentes radiactivas van perdiendo fuerza y acaban dejando de serlo. Aunque no se nos olvide que ese tiempo puede ser muy lento o muy rápido dependiendo del tipo de fuente.
Asimismo debemos de tener en cuenta que el riesgo para la salud no sólo depende de la intensidad de la radiación y la duración de la exposición, sino también del tipo de tejido afectado y de su capacidad de absorción, por ejemplo, los órganos reproductores son 20 veces más sensibles que la piel. Y como en tantos otros peligros, los niños son más vulnerables.
Y sobre todo para protegernos de la radiación utilicemos el mismo principio de sabiduría que para todo en la vida: conseguir que la cantidad de radiactividad que recibimos que sea tan baja como sea razonablemente posible. No podemos ir todo el día con una mampara de plomo rodeándonos, al igual que no podemos analizar cada uno de los alimentos que comemos o filtrar todo el aire que respiramos. La radiactividad está en todas partes, incluido dentro de nuestro cuerpo y sólo debe preocuparnos si recibimos mucha más de la que ya estamos recibiendo cada momento.